A la madrugada, la hora donde el portal de lo inesperado se abre, me encontraba parado en los primeros metros de un parque. Había algo extraño en la vegetación. Tenía la boca seca, descalzo pisaba la grama húmeda. “Regaron hace poco” pensé, buscando algo familiar que no me hiciera preocuparme y me tranquilicé. Detrás, la vibración de la ciudad y su tráfico, se colaban en mi piel remera. Un sonido animal me despabiló. Vuelvo la vista, el parque se expandía en selva. Un escalofrío me recorrió el antebrazo, la axila gotas fría. Una presencia. A esta altura, la realidad me vibraba en los ojos. Atine a apretar los puños. En mi mano izquierda un vaso con agua. Una respiración húmeda en la pantorrilla. Una lengua jadeante me lamía la mano y el agua. Tobi pensé, pero a él lo había dejado de ver hace 26 años cuando lo regalaron sin mi permiso y el áspero del tacto de la lengua lo percibí cuando la piel se me ajaba.
Las piernas flojas, el vaso se parte.
Abro los ojos y nada. La selva me imantaba perturbadoramente.
La presencia seguía allí, justo detrás del árbol con escamas.
Era la hora. La tenía jurada, había pasado muchos límites. Ya no había changüí. Decidí acercarme y me entregué a mi destino. Solo deseé una muerte rápida. No quería escuchar crujir mis huesos en las fauces de nadie mientras me ingestaban hasta mi deceso.
La presencia se movió. Pánico. Me respiró la adrenalina, de esas que los pelos de los brazos se ponen como agujas. Las escamas del árbol se plegaron. Apreté los ojos. Me rodeo, me venteó y cuando venía el daño…
Me tomó la mano. Era un niño. Sí, un niño. No cualquiera. Mi niño. Quedé desconcertado. Me miró, apretó mi mano y solo pude dejarme llevar para adentrarnos en la selva.
Ya no escindidos.