Se había roto

Se había roto. Sí, roto. Ese joven estaba quebrado. Y qué hace por lo general bastante gente cuando eso sucede: saca a la calle eso que está en desuso, viejo o dañado.
La señora de la pensión juntó las partes del joven, sumó algunos cacharros, buscó un volquete y a la hora del sigilo salió casi invisible para que no fuese vista infraganti usando el receptáculo ajeno. Arrojó las partes del estropeado y regresó a la casa no sin antes colocar un cartel en la reja de entrada: «Hay cuarto disponible».
Había otras cosas allí. Un pie, ojos sueltos, parte de un escritorio y demás desechos.
Todo esto me lo contó un amigo que es guardia de seguridad. Ante su insistencia pasé por su oficina, pese a que no me gustaba la idea, y vimos los hechos registrados en las cámaras que debe atender en su puesto de trabajo. También me dio un papel con una dirección y con tono dramático «Ante cualquier problema anda allí» me dijo. Quedé perplejo. No supe, no pude emitir palabra, solo apreté la mano y guarde el papel en el bolsillo. El roto, el papel, las cámaras… todo era extrañamente perturbador.
Al rato vemos movimientos en una de las pantallas. Un hombre apareció como rayo. Se sacó el hombro y lo arrojó al volquete. Ahí nomás pasó una joven que se quitó las dos orejas y las depositó junto a la montonera de escombros. Hubo una baja de tensión y las pantallas se volvieron grises. El silencio se sintió en la transpiración fría que bajaba por la espalda. Me apretó las manos y sin decir palabra, encaré para la calle destino a casa. 
Los días siguientes fueron muy extraños. Caminaba la ciudad con una cierta incomodidad. Percibía, a pesar de los gruesos abrigos, algo latente en los cuerpos de las personas transeúntes, que sus miradas intentaban desviar con torpe disimulo y sus alientos blanquecinos que teñían de niebla espesa las mañanas. 
Las sospechas tenían forma de gorgojos que iban aumentado su tamaño a medida que se alimentaban de modo voraz dentro de mi estómago.
Todos y todas tenían algo roto. Se estaban rompiendo, un fenómeno impredecible. 
Había horas en que el crujido de los cuerpos al quebrarse hacían eco en las avenidas y uno se quedaba pasmado.
Yo no supe cómo, pero también me rompí. Me di cuenta porque estaba ahora en la oficina de mi amigo mientras intentaba la tarea inútil de pegarme las partes con cinta transparente mientras farfullaba entre dientes y las cámaras de seguridad me mostraban imágenes ayudándome a recordar más o menos cosas salteadas de ese día.
Sé que se me había averiado el lagrimal y ya no hacía efecto el flotante. Mira que lo intenté pero es como la mochila del inodoro, por más que la repares por algún lado siempre pierde. Mi primer pensamiento fue «la notita». La saqué de mi bolsillo, bajé las escaleras tomado de la baranda porque iba mojándolo todo y no quería resbalar. Alcancé a abrir la puerta, y una breve correntada se precipitó hacia la calle. Luego llegué a la reja verde apoyándome en la pared. Tenía que ir a esa dirección sin ninguna certeza de nada, salvo que me la había dado mi amigo. Abrí mi mano pero la dirección estaba estrujada y borrosa mientras se desgranaba en la palma. El chorro seguía saliendo de mi ojo, así que abrí la reja con dificultad pero al primer paso se me salió la pierna y caí desplomado. Un brazo quedó junto al árbol, el pie derecho fue a parar al cordón de la vereda y el corazón rodó a mitad de cuadra. El lagrimal seguía perdiendo a borbotones. 
Una niña que pasaba por allí dijo: papá ese corazón está rompido. El papá, como todos los papás, la corrigió. ¡Roto hija, roto! La niña me miró, pensó unos segundos y se arrodilló junto a mí. Sacó el chicle de su boca, lo apretujó entre sus dedos, lo pegó cerca de mi ojo y el agua se detuvo. Sonrió y salió caminando.

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